sábado, 30 de mayo de 2020

ENSEÑAR DESDE, CON Y PARA LA IGUALDAD

“Mi madre hizo una cruz en el calendario el día que yo nací,

Y yo era el que gritaba: ese pequeño montón de cabellos, de uñas y de carne,

Soy yo, soy yo (…)

Sólo no eres nada… es preciso que otro te nombre”

(Bertolt Brecht en Un hombre es un hombre)

 

 Incluir es un verbo enorme, potente, audaz, infinito; implica una postura moral y política: una valoración del otro como semejante a mí en tanto que único, auténtico y diverso; una actitud empática frente a los otros que me interpelan en lo más profundo de mi subjetividad; una responsabilidad como modelo de acción efectiva, concreta, cotidiana y ciudadana; y una voluntad de practicar y de pensar un horizonte de igualdad, como punto de partida  para enriquecer y democratizar la escuela y la sociedad.

La inclusión no siempre fue entendida tal como hoy lo hacemos, a saber, como una propuesta para borrar las diferencias anteriormente vistas como carencias en pos de prácticas que contemplen la diversidad como una realidad innegable pero positiva y rica a la hora de emprender el complejo camino de la enseñanza y el aprendizaje.

Las aulas son diversas y siempre lo han sido; no obstante, las instituciones educativas siempre han intentado homogeneizar, borrar las diferencias, emparejar, establecer la medida de lo normal y de lo adecuado, para excluir lo anormal como si, apartando la mirada de aquello que identificaba como lo otro, pudiese hacer desaparecer del mundo todo lo que incomoda por ser incomprensible.

Las escuelas aún guardan algunos rastros de estas miradas centradas en las diferencias, entendidas como carencias o como falta de capacidades de los “otros” alumnos, los diferentes del ideal de alumno normal. Basta escuchar algunas sentencias que se pegan a las frentes de los alumnos como estampillas para instalar el destino prefijado de esos que “no podrán” alguna cosa adentro del aula.

Sin embargo, se ha reflexionado, escrito, debatido y deconstruido mucho últimamente al respecto de lo que la escuela puede y debe hacer para incluir y contemplar la diversidad, muchos exponentes del pensamiento y del quehacer educativo han brindado una extensa base teórica sobre la cual comenzar a construir aulas más inclusivas, justas y democráticas que puedan fortalecer la empatía y la responsabilidad ciudadana para con aquellos que son percibidos como otredad desvalida en la sociedad entera.

Lejos quedó la escuela influenciada por la psiquiatría y la medicina centrada en establecer diagnósticos y en excluir a los anormales para derivarlos a institutos especiales, lejos de la vista de los normales; atrás quedaron la escuela que segrega y la que integra al diferente “tolerando” su discapacidad. No obstante, queda mucho por hacer y por mejorar.

Hoy, la inclusión es una práctica obligatoria y necesaria por diferentes motivos, porque la diversidad es una realidad innegable, porque la educación es un derecho, porque la legislación educativa promueve  prácticas inclusivas en todos los ámbitos educativos, y porque la inclusión – al igual que la exclusión – cumple un rol muy importante y decisivo en la constitución psíquica de los sujetos.

La exclusión es una forma de violencia simbólica hacia el otro, es violenta porque anula y borra la identidad del otro, lo deja afuera del mundo, le saca sus derechos, le imprime un estigma y le marca el rumbo hacia el fracaso. Pero esta violencia no siempre se ejerce abierta y materialmente sobre el otro, existen mecanismos encubiertos, sutiles y hasta internalizados que ponen de manifiesto la diferencia como un obstáculo insoslayable, allí se instala el foco de todos los problemas, y es entonces que la naturaleza simplemente deviene, con sus excepciones y exclusividades, sus anomalías y especialidades.

Es por eso que incluir tiene que ver con desentrañar esa legalidad naturalizada, con develar o desocultar, tanto las ideas como las prácticas, que instauran la diferencia en forma violenta y simbólica.

Tomado en cuenta la inclusión desde una perspectiva psicológica, hay que tomar en cuenta que la escuela es un lugar subjetivante, en la medida en que aporta tanto a la construcción de la identidad de los sujetos como a su inserción en el entramado social.

La escuela sitúa al alumno en una estructura, lo inserta en un orden simbólico por medio de prácticas concretas, y especialmente a través del lenguaje. Lo que se dice acerca del alumno en la escuela tiene el estatus del saber, y en tal sentido lo valida o lo anula; lo que la escuela dice acerca del alumno es determinante, y es una forma de ejercicio del poder, porque siempre, en términos de Foucault (2002), el saber requiere un entramado de poder para su concreción y viceversa.

Por otra parte, siguiendo algunas ideas de Lacan (1957:474), tenemos que pensar que siempre es Otro el que me inscribe en el orden simbólico, por ende, también nosotros damos un lugar y hacemos ser a otros, quienes dependen de nuestras acciones y de nuestras palabras. Es por ello que no podemos escindir la idea de Nosotros de la idea de los Otros, porque nos necesitamos mutuamente, somos condición de posibilidad recíproca y simbólica, nos necesitamos, nada más y nada menos que para existir.

Ahora bien, desde una perspectiva antropológica, debemos entender que la inclusión no implica simplemente aceptar la diversidad, se trata de establecer relaciones entre esta idea y la realidad que la condiciona, es decir, de tomar en cuenta las desigualdades sociales, la discriminación, la multiculturalidad, la estigmatización, las políticas públicas que la abordan o la ocultan, los discursos que la legitiman y las normativas que la fundamentan.

Incluir, en este sentido, tendrá que ver con pensar un horizonte de igualdad, como sostiene Kessler (2014); o más bien, con definir, expresar, afianzar y resignificar ese horizonte, que de hecho existe y que está respaldado por un sinfín de documentos y normativas vigentes.

Afortunadamente, hoy contamos con una base política y normativa local e internacional desde la cual fundamentar la importancia de las prácticas inclusivas en las escuelas, y puesto que estas últimas establecen mediaciones institucionales entre la desigualdad social y la inclusión educativa, es que se erigen como elementos fundamentales para pensar una sociedad más justa y democrática.

Solo para ilustrar, tomemos por ejemplo los aportes que ha realizado Flavia Terigi (2009) a nuestro sistema educativo en relación con la forma de entender las trayectorias escolares que los alumnos reales desarrollan hace tiempo en las escuelas de todo el país, esto significó un paso importante hacia la democratización en busca de la igualdad y la justicia educativa y social.

Para concluir, podemos decir que la escuela es puente y horizonte, aporta a la construcción de la identidad tanto subjetiva como social, es el primer escenario en el que no ensayamos, sino que practicamos la democracia y la igualdad, la escuela permite ser a los otros, obtener una voz y portar un saber valioso para el conjunto social.

La escuela construye vínculos, teje redes potentes, brinda un camino y ofrece una perspectiva para pensar el futuro y el presente; también es espejo y revisión, una herramienta para repensar y modificar lo que la sociedad oculta y distorsiona; en la escuela nos reunimos nosotros y los otros y allí hay conflicto, problemas y diferencias.

La escuela puede y debe incluir, pero la inclusión no es una práctica que pueda tomarse a la ligera, no alcanza con detenerse un día a decir, simplemente y en voz alta, que todos somos iguales.

Incluir requiere de empatía, porque abrazar lo diverso implica contemplar otras realidades diferentes a la propia, e intentar entrar en los zapatos de los otros.

Incluir requiere de responsabilidad, porque mi mirada es constituyente de lo otro, condiciona la autopercepción que los otros construyen sobre sí mismos y deja una huella profunda que marca el destino de los demás.

Incluir requiere de valentía, para reflejarse y mirar a través de los ojos de los otros con el objetivo de avanzar, de educar para la diversidad, adentro y afuera del aula que ocasionalmente habitamos.

Se trata, en definitiva, de abarcar la enormidad del concepto de inclusión desde una posición política y moral, partiendo de la igualdad, como propone Carlos Skliar (2007) para pensarnos en, con y para la diversidad.

Se trata, en definitiva, de enseñar desde, con y para la igualdad.

 

Bibliografía

 

Foucault, M (2002) La Arqueología del saber. Siglo XI Editores. Buenos Aires. Argentina

Kessler, G. (2014) Controversias sobre la desiguadad. FCE. Cap. 1

Lacan, J (1985) Psicoanálisis y Medicina, en Intervenciones y textos 2, Buenos Aires Manantial

Skliar, C. (2007) La pretensión de la diversidad o la diversidad pretenciosa Revista Kirikiki, Málaga, España.

Terigi, F (2009) Las trayectorias escolares. Ministerio de Educación de la Nación. Buenos Aires. Argentina

 


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