Tradicionalmente se distinguen dos
grandes movimientos o tendencias que recorren la primera parte de la época
moderna y que, incluso geográficamente, son claramente diferenciables: el
racionalismo continental y el empirismo británico. Pero, además de ellas –y dejando
aparte el Renacimiento, por las razones expuestas más atrás–, es preciso
señalar el movimiento ilustrado, que se desarrolla a lo largo del siglo XVIII,
y el lugar propio y peculiar que ocupa la filosofía trascendental de Kant.
A continuación se exponen de manera
sucinta algunos caracteres distintivos de estas corrientes filosóficas a las
que se acaba de aludir, de manera que sirvan de presentación de cada una de
ellas. He optado por situar aquí estas breves introducciones, aunque también
podría hacerse al comienzo de cada correspondiente movimiento filosófico, con
el fin de facilitar una visión de conjunto que permita relacionarlas entre sí.
a)
Racionalismo y Empirismo
La confianza en la razón no es algo
exclusivo de la corriente filosófica conocida con el nombre de racionalismo, sino más bien algo común
al pensamiento moderno tomado en su conjunto. Si se adopta el término
«racionalismo» en este sentido, no puede servir entonces como criterio para
diferenciarlo del «empirismo». Habrá que buscar por otro lado los puntos de
divergencia. Lo que permite distinguir uno y otro movimiento filosófico es la
postura que adoptan frente al problema del conocimiento y, concretamente, en lo
que respecta a su origen1: el racionalismo sostiene que poseemos
ideas innatas, mientras que el empirismo lo niega y se atiene al adagio
aristotélico, según el cual no hay nada en el entendimiento que no provenga de
los sentidos, de manera que la mente es una tabla rasa en la que no hay nada escrito o, en palabras
de Locke, es un papel en blanco, sin caracteres ni ideas.
Para los filósofos racionalistas, la
verdad no depende de la experiencia, ni requiere tampoco ser confirmada por
ésta, lo cual no significa, sin embargo, que se niegue o ignore la realidad
exterior; pero, dado que esa realidad no es algo inmediato, según los
postulados racionalistas, necesita ser demostrada a partir de los principios.
Este modo de proceder no tiene sentido en una perspectiva empirista, donde lo
inmediato es lo sensible, lo recibido de la experiencia, que además no puede
ser trascendida: nuestro conocimiento –y este es un postulado central de toda
filosofía empirista– no puede ir más allá de la experiencia.
El método de una y otra línea de
pensamiento no puede ser, como es lógico, coincidente. El empirismo se basa en
la inducción, mediante la cual se pueden formular principios generales a partir
de los hechos comprobados, con independencia de todo presupuesto metafísico.
Conviene subrayar, a este respecto, que el empirismo no admite propiamente la
universalidad, sino tan sólo la generalización. El método racionalista, en
cambio, es deductivo, pues procede haciendo derivar de los principios o
verdades innatas el conjunto o sistema completo de verdades, que se hallaban
virtualmente contenidas en ellas: es una especie de explicitación y desarrollo
de lo implícito poseído de modo inmediato. Característico del método
racionalista es que considera como ideal metódico las matemáticas, debido a su
exactitud, claridad y certeza.
En el racionalismo, la experiencia es
relegada a un segundo plano, actitud contrapuesta a la que se da en el
empirismo, que pretende reconducir a la experiencia interna o externa todos
nuestros conocimientos, de ahí que sea un paso obligado la crítica del
innatismo.
Ambas líneas de pensamiento tienen en
común el que se atienen a un ámbito mundanal e inmanente: en el caso del
racionalismo, la primacía del sujeto, del yo, la introspección como método
válido para filosofar, la autoconciencia, son elementos que apuntan a la
fundamentación inmanente en la propia razón que encuentra en la certeza la
garantía de veracidad. El empirismo, por su parte, al absolutizar la
experiencia y el papel asignado al conocimiento sensible, negando toda
posibilidad de superarlo, acaba por reducir el conocimiento a las percepciones
sensibles del propio sujeto, que es lo único inmediato que se percibe. De este
modo, se aboca a un solipsismo que lleva consigo la disolución del propio
sujeto cognoscente –como ocurre en Hume–, dispersado en un haz de múltiples
impresiones cuya unidad es sólo nominal.
El racionalismo, por último, manifiesta
un afán de sistematicidad, de completud e interrelación entre las verdades –el
ejemplo más claro es Spinoza–, pues en él el momento sintético es fundamental.
El empirismo, por el contrario, privilegia el análisis y se caracteriza por un
deseo de radicalidad, de búsqueda del origen con el propósito de llegar a los
átomos o últimos elementos simples que están en la génesis de la realidad. En
este sentido, se trata de una filosofía no sistemática, sino genética.
b)
La Ilustración
La Ilustración, Siglo de las Luces o
Edad de la Razón, según las diversas denominaciones recibidas, rinde también
culto a la razón, pero con un sentido diferente al que hasta ahora hemos
encontrado. La Ilustración es un movimiento cultural o ideológico que, sin
embargo, no es organizado ni uniforme; tampoco constituye una teoría o sistema
filosófico. Con ese término se expresa, por encima de todo, una actitud, un
espíritu, que se traduce en la confianza absoluta en la razón pura e inmutable,
liberada de todo presupuesto metafísico y teológico, que es rechazado como
prejuicio. El «espíritu» de las Luces, si se admite este término excesivamente
genérico, contribuye a difundir una mentalidad que se extiende por Europa y el
mundo occidental y cristaliza en un conjunto de rasgos peculiares que conforman
la imagen de lo que entendemos por «hombre moderno».
Entre estos rasgos característicos
destacan los siguientes: en primer lugar, la idea de progreso que lleva aneja
una considerable dosis de optimismo en la capacidad del hombre para reformar la
sociedad y mejorar el modo de vida. Este empeño común favorece el auge de la
educación, que se pretende poner al alcance de todos, no sólo de los más
favorecidos, pues –siguiendo en esto el proceder cartesiano– se confía
plenamente en la capacidad de la razón humana para dirigirse por sí misma, al
margen de todas las instancias religiosas, políticas y sociales recibidas. Hay
un ideal de emancipación de todo prejuicio o de lo que se sospecha que puede
serlo. Esta actitud, en algunos países –sobre todo en Francia–, se torna
combativa contra la religión positiva, especialmente la cristiana, que es
despreciada y sustituida por una religión natural o religión de la razón. En esta
época proliferan las tesis deístas y comienzan a aparecer las primeras
manifestaciones de un ateísmo declarado. Se refuerza asimismo la idea de
autonomía y autosuficiencia del hombre, quien tiene en sus manos su propio
destino. Como fruto de esta autonomía surge, en relación con las cuestiones éticas
y religiosas, el «librepensamiento», influido por algunas ideas protestantes.
La tolerancia es elevada por encima de
todas las virtudes, aunque no siempre se practicó con la asiduidad con que se
la invocaba. Es una época en la que se manifiesta –de modo especial en el
ámbito anglosajón– una gran preocupación teórica por la ética y la moralidad, a
las que se busca separar de la teología y la metafísica, con el fin de
construir una ética civil o moral laica válida universalmente y basada en la
sola razón, al margen de toda fundamentación trascendente.
Los filósofos de esta época no se
cuentan entre las grandes figuras de la historia de la filosofía, pero no cabe
duda de que sus escritos y talante ejercieron una gran influencia, que no se
limita al campo de la filosofía o de las ideas, sino que desciende, con
sorprendente rapidez, hasta informar la vida común. La contribución más
significativa del movimiento ilustrado a la historia de la filosofía es la
aparición –aunque se encuentran precedentes que se remontan a S. Agustín– de
una nueva disciplina filosófica: la filosofía de la historia. Esta se esfuerza
en interpretar los sucesos históricos y el curso mismo de la historia humana
según esquemas generales que les dotan de sentido.
c)
La filosofía trascendental
kantiana
Immanuel Kant es la gran figura que
preside el siglo XVIII y emerge como uno de los mayores filósofos de todos los
tiempos. En él se aprecian las huellas racionalistas y empiristas, las dos
grandes tradiciones filosóficas de los comienzos de la modernidad, que pretende
asumir y superar, y con él acaba la Ilustración, a la que dedicó un breve
escrito para explicar su significado. No es adecuado entender a Kant como un
mero resultado o producto de las dos grandes líneas de fuerza que recorren la
filosofía moderna, pero sí es cierto que recoge las grandes cuestiones que
estaban presentes desde Descartes, lo cual le lleva a afirmar de modo
grandilocuente en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón
pura que en esa obra «no hay un solo problema metafísico que no haya quedado resuelto
o del que no se haya ofrecido al menos la clave para resolverlo». Para ello,
somete a examen crítico la facultad de razonar, convencido de que fijar su
alcance y sus límites es el primer paso necesario para juzgar sobre la
cientificidad de nuestro conocimiento y detectar lo que no es más que una
ilusión de la razón.
La filosofía kantiana no se limita, sin
embargo, a la teoría del conocimiento, contenida en la Crítica de la razón pura.
Esta, como él mismo escribe, es sólo la exposición del método que considera
adecuado, pero no debe tomarse como un tratado sistemático sobre la ciencia
misma. El edificio de la filosofía de Kant ha de ser completado con las otras
dos Críticas –la Crítica de la razón práctica y la Crítica del juicio–, así
como con las obras posteriores. De este modo, tomada en su conjunto, su
filosofía se eleva a un intento de fundamentar la autonomía racional del
hombre, en su conocer y en su obrar moral, para conducirle «a una acabada
conciencia de sí mismo, gracias a la cual se aseguren los fundamentos que
justifican la ciencia positiva, y se establezca sobre bases sólidas una
comunidad intelectual, que ha de culminar en una comunidad ética, en tensión
hacia la paz perpetua. El kantismo es un humanismo». Este empeño es lo que hace
de Kant un filósofo de permanente actualidad, que constituye un punto de
referencia obligado, en cuanto que ha condicionado en gran medida el
pensamiento filosófico posterior a él. En Kant se vuelven a enunciar como
instancias centrales del pensar las tres nociones cartesianas –el sujeto, el
mundo y Dios– que resumen los intereses y esfuerzos de una rica y fecunda época
de especulación filosófica.
1. Cfr. COPLESTON, F., Historia de la filosofía, Ariel,
Barcelona, 1982, vol. IV, p. 26.
Extraído de SANZ SANTACRUZ, VICTOR, "De Descartes a Kant. Historia de la Filosofía Moderna". EUNSA S.A. España. 2005