sábado, 20 de mayo de 2017

PRINCIPALES CORRIENTES DEL PENSAMIENTO EN LA FILOSOFÍA MODERNA

Tradicionalmente se distinguen dos grandes movimientos o tendencias que recorren la primera parte de la época moderna y que, incluso geográficamente, son claramente diferenciables: el racionalismo continental y el empirismo británico. Pero, además de ellas –y dejando aparte el Renacimiento, por las razones expuestas más atrás–, es preciso señalar el movimiento ilustrado, que se desarrolla a lo largo del siglo XVIII, y el lugar propio y peculiar que ocupa la filosofía trascendental de Kant.
A continuación se exponen de manera sucinta algunos caracteres distintivos de estas corrientes filosóficas a las que se acaba de aludir, de manera que sirvan de presentación de cada una de ellas. He optado por situar aquí estas breves introducciones, aunque también podría hacerse al comienzo de cada correspondiente movimiento filosófico, con el fin de facilitar una visión de conjunto que permita relacionarlas entre sí.
a)      Racionalismo y Empirismo
La confianza en la razón no es algo exclusivo de la corriente filosófica conocida con el nombre de racionalismo, sino más bien algo común al pensamiento moderno tomado en su conjunto. Si se adopta el término «racionalismo» en este sentido, no puede servir entonces como criterio para diferenciarlo del «empirismo». Habrá que buscar por otro lado los puntos de divergencia. Lo que permite distinguir uno y otro movimiento filosófico es la postura que adoptan frente al problema del conocimiento y, concretamente, en lo que respecta a su origen1: el racionalismo sostiene que poseemos ideas innatas, mientras que el empirismo lo niega y se atiene al adagio aristotélico, según el cual no hay nada en el entendimiento que no provenga de los sentidos, de manera que la mente es una tabla rasa  en la que no hay nada escrito o, en palabras de Locke, es un papel en blanco, sin caracteres ni ideas.
Para los filósofos racionalistas, la verdad no depende de la experiencia, ni requiere tampoco ser confirmada por ésta, lo cual no significa, sin embargo, que se niegue o ignore la realidad exterior; pero, dado que esa realidad no es algo inmediato, según los postulados racionalistas, necesita ser demostrada a partir de los principios. Este modo de proceder no tiene sentido en una perspectiva empirista, donde lo inmediato es lo sensible, lo recibido de la experiencia, que además no puede ser trascendida: nuestro conocimiento –y este es un postulado central de toda filosofía empirista– no puede ir más allá de la experiencia.
El método de una y otra línea de pensamiento no puede ser, como es lógico, coincidente. El empirismo se basa en la inducción, mediante la cual se pueden formular principios generales a partir de los hechos comprobados, con independencia de todo presupuesto metafísico. Conviene subrayar, a este respecto, que el empirismo no admite propiamente la universalidad, sino tan sólo la generalización. El método racionalista, en cambio, es deductivo, pues procede haciendo derivar de los principios o verdades innatas el conjunto o sistema completo de verdades, que se hallaban virtualmente contenidas en ellas: es una especie de explicitación y desarrollo de lo implícito poseído de modo inmediato. Característico del método racionalista es que considera como ideal metódico las matemáticas, debido a su exactitud, claridad y certeza.
En el racionalismo, la experiencia es relegada a un segundo plano, actitud contrapuesta a la que se da en el empirismo, que pretende reconducir a la experiencia interna o externa todos nuestros conocimientos, de ahí que sea un paso obligado la crítica del innatismo.
Ambas líneas de pensamiento tienen en común el que se atienen a un ámbito mundanal e inmanente: en el caso del racionalismo, la primacía del sujeto, del yo, la introspección como método válido para filosofar, la autoconciencia, son elementos que apuntan a la fundamentación inmanente en la propia razón que encuentra en la certeza la garantía de veracidad. El empirismo, por su parte, al absolutizar la experiencia y el papel asignado al conocimiento sensible, negando toda posibilidad de superarlo, acaba por reducir el conocimiento a las percepciones sensibles del propio sujeto, que es lo único inmediato que se percibe. De este modo, se aboca a un solipsismo que lleva consigo la disolución del propio sujeto cognoscente –como ocurre en Hume–, dispersado en un haz de múltiples impresiones cuya unidad es sólo nominal.
El racionalismo, por último, manifiesta un afán de sistematicidad, de completud e interrelación entre las verdades –el ejemplo más claro es Spinoza–, pues en él el momento sintético es fundamental. El empirismo, por el contrario, privilegia el análisis y se caracteriza por un deseo de radicalidad, de búsqueda del origen con el propósito de llegar a los átomos o últimos elementos simples que están en la génesis de la realidad. En este sentido, se trata de una filosofía no sistemática, sino genética.
b)      La Ilustración
La Ilustración, Siglo de las Luces o Edad de la Razón, según las diversas denominaciones recibidas, rinde también culto a la razón, pero con un sentido diferente al que hasta ahora hemos encontrado. La Ilustración es un movimiento cultural o ideológico que, sin embargo, no es organizado ni uniforme; tampoco constituye una teoría o sistema filosófico. Con ese término se expresa, por encima de todo, una actitud, un espíritu, que se traduce en la confianza absoluta en la razón pura e inmutable, liberada de todo presupuesto metafísico y teológico, que es rechazado como prejuicio. El «espíritu» de las Luces, si se admite este término excesivamente genérico, contribuye a difundir una mentalidad que se extiende por Europa y el mundo occidental y cristaliza en un conjunto de rasgos peculiares que conforman la imagen de lo que entendemos por «hombre moderno».
Entre estos rasgos característicos destacan los siguientes: en primer lugar, la idea de progreso que lleva aneja una considerable dosis de optimismo en la capacidad del hombre para reformar la sociedad y mejorar el modo de vida. Este empeño común favorece el auge de la educación, que se pretende poner al alcance de todos, no sólo de los más favorecidos, pues –siguiendo en esto el proceder cartesiano– se confía plenamente en la capacidad de la razón humana para dirigirse por sí misma, al margen de todas las instancias religiosas, políticas y sociales recibidas. Hay un ideal de emancipación de todo prejuicio o de lo que se sospecha que puede serlo. Esta actitud, en algunos países –sobre todo en Francia–, se torna combativa contra la religión positiva, especialmente la cristiana, que es despreciada y sustituida por una religión natural o religión de la razón. En esta época proliferan las tesis deístas y comienzan a aparecer las primeras manifestaciones de un ateísmo declarado. Se refuerza asimismo la idea de autonomía y autosuficiencia del hombre, quien tiene en sus manos su propio destino. Como fruto de esta autonomía surge, en relación con las cuestiones éticas y religiosas, el «librepensamiento», influido por algunas ideas protestantes.
La tolerancia es elevada por encima de todas las virtudes, aunque no siempre se practicó con la asiduidad con que se la invocaba. Es una época en la que se manifiesta –de modo especial en el ámbito anglosajón– una gran preocupación teórica por la ética y la moralidad, a las que se busca separar de la teología y la metafísica, con el fin de construir una ética civil o moral laica válida universalmente y basada en la sola razón, al margen de toda fundamentación trascendente.
Los filósofos de esta época no se cuentan entre las grandes figuras de la historia de la filosofía, pero no cabe duda de que sus escritos y talante ejercieron una gran influencia, que no se limita al campo de la filosofía o de las ideas, sino que desciende, con sorprendente rapidez, hasta informar la vida común. La contribución más significativa del movimiento ilustrado a la historia de la filosofía es la aparición –aunque se encuentran precedentes que se remontan a S. Agustín– de una nueva disciplina filosófica: la filosofía de la historia. Esta se esfuerza en interpretar los sucesos históricos y el curso mismo de la historia humana según esquemas generales que les dotan de sentido.
c)      La filosofía trascendental kantiana
Immanuel Kant es la gran figura que preside el siglo XVIII y emerge como uno de los mayores filósofos de todos los tiempos. En él se aprecian las huellas racionalistas y empiristas, las dos grandes tradiciones filosóficas de los comienzos de la modernidad, que pretende asumir y superar, y con él acaba la Ilustración, a la que dedicó un breve escrito para explicar su significado. No es adecuado entender a Kant como un mero resultado o producto de las dos grandes líneas de fuerza que recorren la filosofía moderna, pero sí es cierto que recoge las grandes cuestiones que estaban presentes desde Descartes, lo cual le lleva a afirmar de modo grandilocuente en el prólogo a la primera edición de la Crítica de la razón pura que en esa obra «no hay un solo problema metafísico que no haya quedado resuelto o del que no se haya ofrecido al menos la clave para resolverlo». Para ello, somete a examen crítico la facultad de razonar, convencido de que fijar su alcance y sus límites es el primer paso necesario para juzgar sobre la cientificidad de nuestro conocimiento y detectar lo que no es más que una ilusión de la razón.
La filosofía kantiana no se limita, sin embargo, a la teoría del conocimiento, contenida en la Crítica de la razón pura. Esta, como él mismo escribe, es sólo la exposición del método que considera adecuado, pero no debe tomarse como un tratado sistemático sobre la ciencia misma. El edificio de la filosofía de Kant ha de ser completado con las otras dos Críticas –la Crítica de la razón práctica y la Crítica del juicio–, así como con las obras posteriores. De este modo, tomada en su conjunto, su filosofía se eleva a un intento de fundamentar la autonomía racional del hombre, en su conocer y en su obrar moral, para conducirle «a una acabada conciencia de sí mismo, gracias a la cual se aseguren los fundamentos que justifican la ciencia positiva, y se establezca sobre bases sólidas una comunidad intelectual, que ha de culminar en una comunidad ética, en tensión hacia la paz perpetua. El kantismo es un humanismo». Este empeño es lo que hace de Kant un filósofo de permanente actualidad, que constituye un punto de referencia obligado, en cuanto que ha condicionado en gran medida el pensamiento filosófico posterior a él. En Kant se vuelven a enunciar como instancias centrales del pensar las tres nociones cartesianas –el sujeto, el mundo y Dios– que resumen los intereses y esfuerzos de una rica y fecunda época de especulación filosófica.
1. Cfr. COPLESTON, F., Historia de la filosofía, Ariel, Barcelona, 1982, vol. IV, p. 26.
Extraído de SANZ SANTACRUZ, VICTOR, "De Descartes a Kant. Historia de la Filosofía Moderna". EUNSA S.A. España. 2005 

No hay comentarios:

Publicar un comentario